De Suaita para el mundo: El nonagenario multitalentos
- Ma. Alejandra Acela, Julissa Garrido y Ángela Mesa
- 4 jun 2017
- 10 Min. de lectura
Escrito el: 12 de octubre de 2016
Andrés Platarrueda es un suaitano de 90 años que entregó su vida a la fotografía. Además ha dedicado tiempo a tres de las siete artes conocidas: la pintura, la música y el cine, las cuales lo han llevado a convertirse en un pionero emblemático, no solo de Bucaramanga, sino de todo el departamento santandereano.

“El Chato” Platarrueda cuenta su historia con emoción y no duda ni un solo momento en que si su salud se recompone saldría a la calle a terminar su proyecto fotográfico “Ciudad Bonita: Ayer, Hoy y Siempre”. Foto: Alejandra Acela.
9 de abril de 1948. Colombia está sumergida en el caos. El caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán ha sido asesinado. En medio de la violencia -más conocida como ‘Bogotazo’-, está el maestro Andrés Platarrueda, quien por coincidencia había viajado a la capital unos días antes para comprar materiales fotográficos, pues quería empezar su carrera artística. Relata que durante la mañana adquirió diferentes tipos de rollos y solo le quedaban 30 pesos para la cámara. En la época, este novedoso artefacto costaba, por lo menos 100 pesos, por lo que Platarrueda ya se había resignado y estaba planeando regresar a su pueblo natal, Suaita.
Sin embargo, confiesa con picardía que “me encontré a un muchacho en la calle que se había robado una cámara en medio de la situación y me la vendió por los 30 pesos que ya tenía”. Aunque parezca irónico, el Maestro no dudó en aceptar la oferta y aún recuerda entre risas que si hubiera tenido la oportunidad, él mismo habría hurtado la cámara. Es así como inicia su relación con el arte de la fotografía.
Hoy, 68 años, seis meses y tres días después, es 12 de octubre de 2016. Hace exactamente nueve décadas, el maestro Andrés Platarrueda nace de Clementina Plata Gómez en Suaita, un pueblo al sur de Santander. Hoy celebra su cumpleaños y lo sorprendemos 15 minutos antes de lo acordado en su casa en el barrio La Joya, en Bucaramanga. Nos reciben su hija Marlene y su hijo, el homónimo, Andrés. “¡Papá, ya llegaron a hacerle la entrevista!”, le dice Andrés a su padre, hablando fuerte para que el Maestro le escuche en medio de su ligera sordera. Él está sentado en una silla cómoda, grande y negra, en un pequeño cuarto oscuro viendo Netflix desde su SmartTV.
El Maestro aún conserva la pasión que le produce la fotografía. Su buen gusto y excelente ojo son características que el tiempo no ha borrado, sin embargo, su rostro refleja sus 90 años, sus arrugas demuestran la experiencia y sus manos desgastadas no son más que un símbolo de su arduo trabajo.
Se levanta apenado y dice “¡Ay! Yo ya me había olvidado de ustedes”. Sale del cuarto en una pantaloneta, una franelilla y unos crocs azul oscuro, y se dirige a la habitación de al lado, la cual comparte con su esposa Irene Vanegas, la mujer que lo ha acompañado, podría decirse, desde 1946. Ese año regresó a Suaita de uno de sus viajes a Bogotá, y en una esquina cerca a su casa materna, vio a tres mujeres cosiendo mientras cantaban boleros. Entre ellas estaba Irene. Tiempo después formalizaron su noviazgo con una ida a cine y una promesa que aún perdura.
Entra al cuarto a cambiarse y sale con una ‘pinta’ formal: una camisa manga larga azul de rayas blancas y un pantalón de tela gris, aunque sigue usando sus crocs. Muy entusiasmado muestra a su gata, la cual tuvo crías hace poco. Invita a asomarnos a observarla, que duerme junto con sus gatitos en un rincón junto a la mesa de noche. Son pequeños felinos con un pelaje anaranjado y unos grandes ojos azules que perseguían a su madre. Maullaban suavemente mientras el Maestro recordaba la triste historia de cómo alguna vez mató “muy idiotamente” a un pequeño gatito con la silla del cuarto de televisión.

Seguimos a una bonita sala, decorada con múltiples cuadros y fotos que “El Chato” Platarrueda, como lo apodó su esposa, ha producido en los últimos años. Una serie de muebles bajos con una curiosa mesa en el centro le daban un toque cálido al lugar en donde iniciaríamos la plática. Dando vueltas, buscando la silla ideal, deja claro que no puede sentarse en este tipo de muebles pues cuando estaba joven fue maromero de circo, actividad que lo dejó “Jodido con J mayúscula” al caer sentado en una de sus maniobras.
Encontrando al fin una silla roja, alta y cómoda, toma asiento y nos invita a tomar del ‘guarapito’ (en realidad limonada de panela) que nos ofreció su hijo tan pronto pasamos a la sala. Toma su bastón de tono café claro, lo pone sobre la mesa, al lado de sus gafas, y empieza la conversación haciéndonos preguntas acerca de la carrera y del motivo de nuestra visita. No demora en pausar la charla, pues nuestras voces no son lo suficientemente altas para su oído deteriorado por los años, y debe ir a su habitación a buscar su audífono.
Regresa con mejor actitud, se lo pone en frente nuestro y reanuda la charla. Después de explicarle a qué venimos, comienza a contar su historia.
"Tengo que aprender la fotografía"
Estas fueron las palabras decisivas que dijo Platarrueda el día que necesitó por primera vez en su vida una foto. Era 1941 y el Estadio Alfonso López de Bucaramanga iba a ser inaugurado. El Chato tenía 15 años y había sido escogido para participar en un concurso de dibujo en honor a la inauguración de este, el cual tendría en cuenta múltiples escuelas de Santander.
Para la convocatoria necesitaba su obra, sus datos personales y, adjunto, una pequeña foto suya. Se sentía emocionado, pero en Suaita solo había un fotógrafo trabajando. La foto tardó más de ocho días en ser entregada, hecho que no comprendía y que lo angustiaba, ya que no sabía si llegaría a tiempo para enviarla a Bucaramanga.

Es este componente trascendental el que lo motivó a explorar más allá de lo que conocía. Su primera relación con el arte nace tomando un lápiz y proyectando sobre el papel todo aquello que su mente imagina y que las palabras no alcanzan a describir. De los trazos da un paso hacia la pintura y la decoración de su hogar es evidencia fiel de esta afición, pues al cruzar la puerta principal es inevitable observar los numerosos cuadros que adornan las paredes de cada habitación.
La pasión por el dibujo y el concepto genérico de imagen es lo que aviva su deseo de aprender el oficio que hay tras la cámara, lo suficiente como para ser un autodidacta ilustre. “Yo no tuve maestro, nadie me enseñó”, aclara Platarrueda, detallando que su único apoyo pedagógico fueron un par de revistas argentinas de fotografía.
Otro de sus acercamientos con el arte sucedió a los 16 años, edad en la que tuvo un encuentro personal con la música, cuando tocaba el flautín en la Banda de Músicos de Suaita. En la época aún no existían la televisión ni la radio, sin embargo, la vitrola fue el dispositivo que le permitió ese “gran contacto musical”.
El cine también generaba en él asombro e inquietudes. Cuenta que una noche, cuando aún era niño, “llegó un señor con un proyector y lo puso en el patio de la Alcaldía de Suaita, donde había un lugar designado para escenas teatrales”. El hombre traía una película de categoría ‘western’, protagonizada por Tim McCoy, y tan pronto encendió el proyector, las personas atrapadas por la curiosidad se acercaron al telón, como ‘hipnotizados’ por las imágenes que el artefacto rodaba.
Mientras tanto, Andrés se quedó observando la máquina, tratando de comprender cómo esta funcionaba. “Después de mucho tiempo, recordé eso. ¿Por qué yo me quedé mirando el proyector de niño?”, comenta el Maestro; pero lo que él no sabía era que este había sido uno de sus primeros acercamientos a lo que, años después, se convertiría en su carrera profesional.

De hecho, fue pionero en el cine santandereano, creando en 1954 su innovadora secuencia cinematográfica “El Noticiero Suaitano”, un conjunto de tomas hechas a personas naturales durante sucesos típicos del pueblo. Paseos de olla, ganaderos con sus burros de carga, borrachines o matrimonios son hechos que hacían parte de este film, proyectado en el teatro Renacimiento, establecimiento manejado por el Maestro.
En la actualidad, esta obra es considerada patrimonio fílmico colombiano y puede encontrarse en el canal de Youtube de su hijo, Darío Platarrueda.
Una vida errante
Durante su juventud, Platarrueda ‘iba y venía’ de municipio en municipio, recorriéndolos con frecuencia. Estuvo viviendo en Tunja recuperando tiempo con su papá (Aureliano Rueda, “el primer normalista graduado de Santander”), quien lo reconoció cuando ya tenía 10 años. También vivió en Bogotá, donde estudió en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, carrera que canceló al poco tiempo porque para pagarla debía trabajar, algunas veces dando serenatas y otras como celador, de tres de la tarde a dos de la mañana, labor que lo agotaba al punto de quedarse dormido en clase.
Pero siempre terminaba regresando a su “pueblo precioso” para visitar a su tía y a su mamá, fortaleciendo ese ‘cordón umbilical’ que nunca decidió cortar. De niño -al ser hijo único- lo consentían demasiado, lo que hacía que la nostalgia por el amor sus seres queridos despertara en cada viaje. El Maestro admite que, a pesar de ya ser un adulto, solía darle “mamitis”.
Después de aquellas largas travesías, regresó indefinidamente a Suaita, donde conoció a la “patroncita” de su vida: Irene Vanegas. De pronto, la mesa de la sala se convierte en un mapa de su pueblo natal y explica con ayuda de su bastón la geografía exacta de dónde la vio por primera vez, con respecto a la ubicación de su casa materna. “Tenían un trío delicioso cantando la música de entonces. Se oían por toda la calle. Una de ellas era…”, hace un gesto en dirección a Irene, invitándola a hablar, mientras ella reía. “Cuente. Ella era una de las cantantes”.
Dos años después, los Platarrueda Vanegas oficializaron su relación y como fruto de esta nacieron 13 hijos: seis mujeres y siete hombres. Cuando ya iban en la mitad de la ‘camada’, El Chato tomó la decisión radical de mudarse a Bucaramanga. “Alejandro Baresta, que en paz descanse, me ‘haló de la nariz’ hasta acá”, relata recordando cómo empezó su búsqueda de trabajo en la capital bonita de Santander.
Es en esta etapa de su vida en que, después de durar unos cuatro días intentando conseguir trabajo en locales de fotografía, conoce a David Navarro, “el papá de Foto Serrano”, quien con una breve conversación ‘le pone los pies en la Tierra’. Le pregunta por su equipo y Platarrueda afirma sin titubear que tiene uno completo para hacer fotos, a lo que Navarro sentencia: “Usted no tiene que pedir trabajo”.
Usando “la mejor cámara del mundo”, una Rolleiflex de dos lentes, inicia su negocio fotográfico y ‘echando a piques’ desarrolla la experticia y el buen ojo para saber en dónde se encuentran las excelentes fotos.

Después de haber sido serenatero, celador, carpintero, maromero y hasta fabricante de almidón de yuca, comienza montando FotoPlata, su local independiente y un punto de partida para un sinfín de experiencias que se mantienen frescas en su memoria y en la de su familia. “Yo no me metía con la fotografía, ¡pero ya tocaba!”, expresa Irene con ternura, quien ha vivido junto a su Chato, como reza la promesa matrimonial, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad.
También son nítidos los recuerdos para sus hijos, ya que fueron partícipes de muchas de las aventuras de su padre. Su hija Marlene revive con reticencia aquel día en los años 70 en que el Maestro necesitaba hacer una ampliación de gran tamaño para cubrir la pared de un local de Bancolombia, por lo que requería de un cuarto oscuro de la misma magnitud. Sin pensarlo dos veces, decidió tapar todo rastro de luz en su casa y la transformó en un excepcional cuarto oscuro. Todo eso “con esta casa llena de ‘chinos’”, dice Marlene, haciendo énfasis en sus 12 hermanos.
Entre sus más extraordinarios trabajos están la fotografía al primer asalto a un banco en Bucaramanga, la cual “fue titular en todos los diarios del país”, comenta con orgullo Platarrueda; aunque no le resta importancia a aquella vez que logró fotografiar a tres reinas que llegaban al Aeropuerto Internacional Palonegro de Bucaramanga, marcando la pauta con su originalidad e ingenio, pues los demás fotógrafos se limitaron a sacar sus fotos desde la valla de seguridad, mientras que el Chato salió de su comodidad y se ‘encaramó’ en un carro de bomberos para conseguir la mejor toma. “Junten las caritas, reinitas”, fueron las palabras que pronunció el audaz Maestro.
Un nuevo panorama
A pesar de haber sido exitoso en este campo de la fotografía, teniendo en cuenta que vivía en medio de reconocidos periódicos locales como lo son Vanguardia Liberal y El Frente, Platarrueda-que desde niño ha demostrado ser una persona inquieta de mente brillante- prueba una modalidad no tan común que lo lleva a explotar sus habilidades en la rama industrial.
En 1971 Bucaramanga se preparaba para la construcción del Viaducto García Cadena y a su vez el Maestro se ingeniaba otra forma para conseguir dinero. Pasar por la obra y ver la cimentación hicieron su mente volar. Arriesgarse a tomar fotos del transcurso de la infraestructura era un azar que deseaba probar, y así lo hizo. Día a día Platarrueda se acercaba al lugar a sacar fotografías del progreso y para el final de la obra, tenía el registro cronológico de su desarrollo.
Cuando menos lo pensó, estaba vendiendo las fotos a la firma constructora del histórico puente, y fue así como supo que la fotografía industrial se trataba de un trabajo productivo que le daría de comer a él y a su familia.
Hasta el día de hoy quedan rastros de ese estilo “fabril” en sus obras. Conserva en un tubo de cartón decenas de fotografías ampliadas que exhiben la evolución de la capital santandereana, e incluso hace un año, el 30 de enero del 2015, participó de una exposición en el Centro Comercial El Cacique que tituló “Ciudad Bonita: Ayer, Hoy y Siempre”, por la cual obtuvo una merecida remuneración. “Yo nunca había visto tanta plata en mi vida”, admite abriendo sus ojos con sorpresa.

Ya son las cinco de la tarde y el sol va ocultando su luminosidad del hogar Platarrueda Vanegas. Después de una breve ‘expedición’ por su casa, volvemos a la sala a conversar otro buen rato. Se queda parado frente a nosotras, hablando con la confianza puesta en su memoria casi intacta. Lo rodea el cofre de historias que es su casa, llena de arte y flores, la cual construyó ‘con su cámara’ en 1964. Él mismo es un ‘baúl de recuerdos’, cargando con orgullo unos 90 años bien vividos, resumidos en un par de horas de tertulia.
La experiencia que ha ganado con el tiempo le ha enseñado que nada es difícil en la vida si uno se propone aprender. Con el ceño fruncido y su voz fuerte a tono de regaño, el Maestro afirma que el éxito está en intentarlo una y mil veces hasta ser el mejor. Las cosas se hacían de forma distinta en su época, pero eso no ha evitado que Andrés Platarrueda migre a la nueva era digital. Hoy insiste en que las fotografías deben almacenarse en algún dispositivo con el fin de no perderlas y maneja todo tipo de cámaras; inclusive tiene un ‘drone’ que quisiera aprender a usar.
Estrechamos manos y nos despedimos del artista y su familia. Hoy Andrés Platarrueda celebra su nonagésimo cumpleaños, sin embargo, el regalo lo obsequió él con su fascinante historia de vida.
“Gracias por escucharme”, dice el Maestro multitalentos concluyendo la reunión cuando, en realidad, el honor es todo nuestro.
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